Transcurrían los días de lo que hoy los semanasanteros denominan precuaresma del año 2005, aún con el sabor agridulce del primer Vía Crucis claustral celebrado en la Cuaresma anterior, el cual sirvió como preludio de algo extraordinario por dos razones. La primera, porque ya era imparable la reposición al culto de la imagen (a pesar del descontento de algunos); y la segunda, porque, sin imaginarlo, se estaba forjando una escuela cofrade bajo la advocación del Señor de la Columna.

Si la memoria no me falla… El 14 de enero de 2005, en las instalaciones del Instituto Valle del Sol, donde cursábamos estudios Juan Francisco Ruiz Acedo y un servidor, durante uno de nuestros habituales paseos por el graderío, nos encontramos con don Francisco Sánchez, profesor de Religión en aquella época. Le comentamos la posibilidad de realizar el Vía Crucis el Sábado de Pasión. Su respuesta fue una afirmación rotunda, añadiendo —para nuestra sorpresa— que debía realizarse alrededor de la Plaza Baja de la Despedía, dejando atónitos a aquellos dos adolescentes inquietos.

Imagino que, en aquel tiempo previo a las redes sociales, donde todo dependía de llamadas telefónicas, ya se había gestado un acuerdo entre el párroco y nuestro Hermano Mayor, Ildefonso Mayorga.

Con el entusiasmo de esos días, nos sumergimos en la Cuaresma, alternando reuniones de formación religiosa, juntas de la sección y cabildos. Los días transcurrieron preparando lo que, sin saberlo, sería la primera salida del Señor de la Columna a las calles tras 59 años.

Todo estaba minuciosamente organizado, como es habitual en esta sección. Los portadores, en su mayoría, eran quienes cargaban las imágenes de nuestra Archicofradía. Los hermanos de vela, casi en su totalidad, eran amigas, novias y madres de los portadores, junto a allegados a la Hermandad de Jesús, salvo algunos miembros de otras cofradías que hoy, con orgullo, proclaman: «Yo soy del Señor de la Columna».

Aquel Sábado de Pasión, la procesión fue encabezada por el antiguo guión, flanqueado por dos ciriales, seguido de los hermanos de vela —que entonces portaban antorchas—. Detrás, sobre unas modestas andas llevadas por ocho personas, avanzaba el Señor.

La comitiva partió desde la cabecera de la nave episcopal de la parroquia, recorrió el pasillo central y giró a la izquierda para salir por la puerta que conduce al Patio de los Naranjos o Panteón. Desde allí, se dirigió hacia la calle Benito Suárez, giró a la derecha en dirección a la Plaza Baja, la rodeó y regresó por el mismo camino. A lo largo del trayecto, hasta reintegrarse a la nave episcopal, se rezó el Santo Vía Crucis, acto que, veinte años después, sigue siendo uno de los más solemnes de nuestra Hermandad y un preludio destacado de la Semana Santa.

Durante aquel Vía Crucis, con la imagen en la calle, atestiguamos el surgir de una nueva generación dispuesta a escribir otra página en la historia de esta centenaria Archicofradía. Además, vimos a cuatro hermanos mayores portar al Señor, simbolizando la unidad de la Hermandad y transmitiendo a los más jóvenes el compromiso con las generaciones futuras.

Como suele ocurrir cuando se actúa por amor al Señor, nunca fuimos conscientes de la magnitud de aquella hazaña. Menos aún de todo lo vivido y aprendido durante estas dos décadas, siempre para mayor gloria Suya.

Si entonces me hubieran dicho que esta procesión sería la más señorial y organizada de la Semana Santa; que la puesta en el Panteón crecería en solemnidad el Domingo de Ramos; que la subida por la calle La Parra, acompañada por la marcha dedicada a la Virgen, se convertiría en un instante único; o que la fila de nazarenos de capirotes blancos, entrelazada con el humo del incienso, serpentearía por las calles de Álora engrandeciendo a esta Hermandad…

Si todo esto me lo hubieran anunciado aquel Sábado de Pasión de hace veinte años, habría respondido: «Todo se hará… si el Señor lo quiere».

Juan Andrés González Postigo

12 de marzo de 2025